El salto de la Novia
Un salto impresionante en pleno corazón de la naturaleza
UN POCO DE HISTORIA
Recibe el nombre del Salto de la Novia debido a una preciosa leyenda:
“Una noche juntos les bastó a los amantes para jurarse amor eterno. Corría el año de gracia de 1846. Hacía unas semanas que se había desencadenado la segunda guerra carlista, llamada la guerra de Matiners y la sierra de Espadán se había convertido en un trasiego de partidas de guerrillas que, bajo el mando del general Ramón Cabrera y Grinyó trataban de apoderarse infructuosamente de los territorios que ya dominaron unos años antes durante la primera guerra. Aquel anochecer cuando se encontró con Mariana, José andaba perdido por las inmediaciones del Cerro. Era José un joven morellano que pertenecía a una de las partidas del citado general Cabrera y su grupo había sido sorprendido por otro de isabelinos en el camino de la Solana, muy cerca del corral del Sastre. Les había dicho un lugareño que había una fuente cerca y allí se dirigían. Escapó solo y como pudo, monte arriba, hasta que dejó de escuchar las detonaciones de los fusileros. Y hubiese desfallecido de cansancio, hambre y sed, de no haberse topado con Mariana, una hermosa muchacha de Pavías, que volvía a casa de recogida. Eran jóvenes los dos y les bastó este encuentro, una mirada, para que la pasión anidase en sus corazones. Aquella noche mágica, Mariana, sin que sus padres lo supiesen, lo alojó en el pajar, le alimentó con su propia cena y conversaron horas y horas como no lo habían hecho nunca. Les sorprendió el amanecer con un beso y una promesa: cuando acabase aquella maldita guerra, José volvería, vaya si volvería.
Así lo recordó siempre Mariana, con aquella sonrisa dulce y aquella mirada limpia, caminando hacia atrás y enviándole besos al aire hasta que se perdió en un recodo del camino. Y todavía siguió oyendo largo rato el eco de su nombre que, en boca de José, le sonaba a música y a flores. Nunca había sentido aquella dicha ni le había palpitado el corazón con tanta fuerza, tanto es así que, para calmarse y sosegar su ánimo, tuvo que correr un buen rato hasta que jadeante se dejó caer bajo la sombra de un olivo.
Pasaron los años y Mariana se había convertido en una hermosa mujer.
Pero aquella maldita guerra no concluía nunca. Las partidas de combatientes acechaban por los caminos y los encuentros armados se sucedían a menudo dejando heridos y muertos por ambos bandos. Era una guerra fratricida y cruel, y no tenia trazas de acabarse. A Pavías, una pequeña y recóndita población que por aquellos años disponía de alrededor de treinta fuegos, llegaban de vez en cuando noticias por lo general confusas y contradictorias y aunque ella no se perdía palabra alguna, jamás ningún caminante pronunció el nombre de José ni le dio noticias suyas.
Después sucedió todo muy rápidamente. Sus padres apalabraron su boda con un apuesto y acaudalado joven de Cirat y aunque ella al principio se negó, era tal la tradición de este tipo de casamientos que hasta esa primera negativa parecía pertenecer al ritual: todas lo hacían. Era como si las novias se hiciesen de rogar, lo que resaltaba mas su bondad, pureza y recato. Por eso nadie le dio importancia a su negativa. Así que se iniciaron los preparativos para la boda, que se dispuso se realizara el quince de julio de año 1849. Una boda era un gran acontecimiento y la de Mariana no podía ser menos. Fueron unas semanas ajetreadas y trepidantes. Ultimaron el ajuar entre todas las mujeres de la casa y todo concluyó un día antes, cuando recibió desde Valencia su traje de novia. Un precioso traje blanco y bordado con un velo de pedrería.
Aquella noche del catorce de julio apenas durmió. El recuerdo de José a la vera del camino sonriéndole, la sensación de sus labios humedecidos en aquel largo y pasional beso o los ecos de su voz la persiguieron durante horas y no podía, no quería desprenderse de él. Hasta que amaneció resignada se preparó para el largo viaje que se le avecinaba. La boda tenia que celebrarse en la iglesia de Cirat y le esperaba un largo camino lleno de incomodidades y peligros. El novio le había enviado la noche anterior una partida de fusileros para que la protegiesen durante el trayecto, y un brioso macho que, provisto de una cómoda y lujosa albarda, la había de trasladar sin riesgo alguno. Además, era costumbre ancestral que la novia realizase el viaje con su vestido de boda, lo que aumentaba la incomodidad del camino. Pero algo había en el ambiente que le presagiaba no sabia si malos o buenos augurios: tal vez, aquella luz tan fuerte y turbadora, o aquel recuerdo tan intenso; el caso es que cuando salió de Pavías sabía a ciencia cierta que algo imprevisto había de suceder.
Y sucedió, pero fue todo tan rápido que las versiones de los testigos resultaron imprecisas y contradictorias. Todos están de acuerdo que cerca ya de las Salinas, cuando casi divisaban Lafuente Torres, la comitiva nupcial se topó súbitamente con una partida de carlistas que venían en dirección contraria. Las discrepancias surgen a partir de este instante. Hay quien asegura que segundos antes del tiroteo uno de los carlistas balbuceó claramente el nombre de Mariana, y que al tiempo ésta gritó el nombre de José. Aunque otros testificaron que primero se oyó un tiro, que abatió a un carlista llamado José y que en ese momento Mariana gritó desgarradamente su nombre. El caso es que el brioso y joven macho que trasladaba a la novia, ante el estrépito de las detonaciones, se encabritó y sin control alguno, desbocado por completo, se cayó por un precipicio que daba sobre el barranco, en un salto de agua que los lugareños denominaban la Cola de Caballo o el Chorrador. Y que a partir de entonces y según cuentan nuestros mayores pasó a llamarse el Salto de la Novia. Y aún añaden que, al caer, el velo de novia se enganchó en una rama de baladre y aunque no evitó su muerte, si desvió el cuerpo de Mariana hacia el salto de agua. Fue al chocar con ella cuando un nuevo chorro más vigoroso comenzó a manar en aquella barranca.
Todavía hay quien afirma, y eso lo podéis comprobar personalmente si os acercáis por allí, que algunos veranos, alrededor del mediodía, si uno se asoma a las cristalinas aguas de la charca y observa sus reflejos, se pueden distinguir las imágenes de Mariana y José fundidos en un abrazo eterno”.
Leyenda extraída del libro “Cirat y el Tormo de Cirat, Historias, parajes y leyendas” del autor Ángel Sorní Montolío
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